Mudarse

Mudarse lejos crea una gran presión mental

Si alguien me hubiera preguntado hace un par de años si alguna vez pensaba dejar la tierra donde siempre había vivido, probablemente me habría echado a reír, porque tenía toda mi vida hecha: mis rutinas, mi taller, mis caminatas mañaneras —aunque ya se habían vuelto más cortas por culpa de mis pulmones— y ese rincón del parque donde me sentaba a pintar los árboles y a los pajaritos que tanto me gustan.

Nunca fui un hombre que buscara grandes aventuras, pero cuando el médico me dijo que lo mejor para mi salud era vivir cerca del mar, en un clima más cálido y con menos humedad contaminante, no me quedó otra que replantearlo todo.

Tengo 47 años, y desde hace un tiempo convivo con una enfermedad pulmonar que me ha ido marcando el ritmo. Al principio, eran solo pequeñas fatigas. Después, vino el oxígeno de apoyo, las visitas cada vez más frecuentes al neumólogo, las noches en las que me despertaba sin aliento. No es fácil asumir que tu cuerpo ya no puede seguir el ritmo de lo que te gusta hacer… y menos aún cuando tienes que tomar decisiones tan drásticas por tu bien.

La recomendación de mi médico fue clara: «Busca un entorno marino, con aire más limpio y temperaturas suaves. Te hará bien«. Enseguida pensé en las Islas Canarias. Siempre me habían llamado la atención. Su mezcla entre naturaleza, mar, tradiciones y vida tranquila tenía algo especial. Pero una cosa es soñar con vivir en un paraíso isleño, y otra muy distinta es lanzarse a hacerlo cuando estás enfermo, solo y sin saber por dónde empezar.

 

Al principio fue muy, muy angustiante todo

La primera oleada de presión vino justo después de aquella consulta médica. No tenía ni idea de cómo enfrentar una mudanza a cientos de kilómetros, por no decir a un territorio insular. ¿Cómo saber qué isla era mejor para alguien con mis condiciones? ¿Dónde iba a encontrar una vivienda que se adaptara a mis necesidades? ¿Cuánto costaba realmente vivir allí? ¿Qué iba a hacer con mis cosas? Y lo peor: ¿y si me equivocaba…?

Empecé a buscar por mi cuenta, claro, navegando por portales inmobiliarios, leyendo foros, intentando entender las diferencias entre Tenerife, Gran Canaria, Lanzarote o La Palma. Me saturé muy rápido. Cada sitio tenía sus ventajas, pero también sus dificultades. Algunos eran más tranquilos, otros tenían mejores hospitales, otros más humedad. No sabía filtrar, y lo que encontraba en internet me parecía contradictorio. No tener a nadie que te dé una orientación real es una forma de soledad muy particular.

Sumado a eso, tenía el cansancio físico que la enfermedad me imponía. Buscar vuelos, comparar precios, mirar alquileres, intentar entender qué zonas eran seguras y cuáles no… todo eso lo hacía desde una silla, con el portátil sobre la mesa y el oxígeno enchufado a mi lado.

A veces me ponía a llorar de puro agobio porque me sentía atrapado. Sabía que quedarme donde estaba me iba a ir consumiendo poco a poco… pero moverme se me hacía más complicado aún.

 

No saber qué hacer me tenía paralizado

Hubo un periodo de semanas enteras en que no avancé nada. Me limitaba a ver vídeos de gente que vivía en Canarias, a hacerme ilusiones con paisajes costeros, pero sin tomar ninguna decisión concreta. Me daba miedo elegir mal. Pensaba: «¿Y si acabo en un sitio donde no hay médicos cerca?», «¿Y si no encuentro algo asequible?», «¿Y si no me adapto?», «¿Y si me siento solo?». O, lo peor de todo: “¿Y si no me gusta y cometo el error más grande de mi vida al irme para allá?”.

La mente se convierte en tu peor enemiga cuando estás vulnerable. Se agarra a todas las excusas para evitar moverte. Incluso llegué a dudar de si lo del mar realmente iba a ayudarme. Pero cada vez que tenía una crisis respiratoria, la respuesta volvía a ser la misma: necesito irme.

Fue en uno de esos días bajos cuando me topé con algo que me cambió completamente el enfoque: existían empresas inmobiliarias que te ayudaban todo el proceso del traslado a Canarias. Era profesionales que se encargaba del proceso completo: desde ayudarte a elegir isla y barrio según tus necesidades, hasta organizar tu mudanza, gestionar tu empadronamiento, ponerte en contacto con médicos locales y, lo que más me emocionó, ayudarte a montar un pequeño negocio si era lo que querías.

Recuerdo que uno de los asesores con los que hablé, de Nordicway, una inmobiliaria que se ocupa de todo el trámite, búsqueda y papeleo, me dijo algo que se me quedó grabado: “Mudarse no es solo cambiar de casa, es cambiar de vida, y nadie debería hacerlo solo, y menos aún por motivos de salud”.

Me tranquilizó mucho saber que había gente que entendía la carga mental que supone dar un paso así, y que lo tenían previsto en su forma de trabajar.

 

Entonces, comencé el viaje de verdad

Contacté con profesionales del sector casi por impulso, sin demasiadas expectativas. Pero la persona que me atendió al otro lado del teléfono me escuchó.

Le conté mi situación, mi enfermedad, mis miedos, mis dudas. Le dije que yo no era más que un artesano al que le gustaba pintar conchitas, hacer cuadros marinos y venderlos en mercados locales. Que no era rico, que no tenía familia que me ayudara, que me sentía perdido.

Me propuso tener una videollamada con uno de los asesores de la empresa, especializado en casos de movilidad por motivos de salud. Y así empezó todo.

Ellos se encargaron de analizar qué zonas del archipiélago tenían un aire más limpio, menos humedad relativa, más tranquilidad y mejor acceso a servicios sanitarios. Me enviaron un informe comparativo entre zonas de Tenerife sur y Lanzarote.

Por primera vez en meses, alguien estaba concretando las cosas que yo solo podía imaginar a medias y a distancia.

 

Contar con ayuda hace que te sientas más respaldado

Me ofrecieron un paquete de acompañamiento integral. Ellos me buscarían una vivienda adaptada, organizarían los trámites de empadronamiento, me pondrían en contacto con médicos especialistas locales e incluso me reservarían el vuelo y gestionarían el traslado de mis pertenencias. No tenía que hacer nada solo.

Además, cuando les conté que yo vivía de vender piezas artesanales —pintura, pequeñas esculturas hechas con conchas marinas, cosas sencillas pero hechas con cariño— me propusieron ayudarme a encontrar un pequeño local para montar mi taller-tiendita. Me enseñaron fotos de locales comerciales en zonas turísticas de Lanzarote, que es la isla que finalmente elegimos por su aire seco, su infraestructura sanitaria y su estilo de vida más pausado.

Me ayudaron incluso con el papeleo para darme de alta como autónomo allí, para poder vender mis piezas legalmente. Me pusieron en contacto con una pequeña asociación de artesanos locales, y me contaron que en muchos mercadillos de la isla daban espacio gratuito a nuevos emprendedores durante los primeros meses.

 

Al final, llegó el momento del cambio

Cuando subí al avión con rumbo a Arrecife, no lo voy a negar: estaba muerto de miedo. Pero también tenía esperanza. Había alguien esperándome en el aeropuerto con un cartel con mi nombre. Era un empleado de la empresa inmobiliaria, que me llevó hasta mi nuevo hogar —un pequeño apartamento luminoso a pocos minutos caminando del mar, con rampa de acceso y ventanas amplias que dejaban entrar la brisa del Atlántico—. Tenía hasta una cesta de bienvenida con productos locales, y una nota escrita a mano: “Bienvenido a tu nueva etapa. Estás en casa”.

La primera semana fue de adaptación, claro. El cuerpo tarda en habituarse a un nuevo clima, a nuevos horarios, a nuevas rutinas. Pero cada día que pasaba me sentía menos fatigado. Caminaba por la orilla del mar cada mañana. Respiraba más profundo. Me sentía vivo.

Y en cuanto abrí el taller, ese pequeño local en una calle peatonal donde pongo mis cuadros, mis conchitas pintadas, mis figuras marinas… sentí que todo había valido la pena. Hay días buenos y otros no tanto, pero ahora tengo una red. Gente que me conoce, vecinos que me saludan, turistas que me compran una pieza y se la llevan a Alemania o Noruega o Madrid.

Y yo, que tantas veces me sentí invisible… me siento útil otra vez. Y lo mejor de todo es que el médico tenía razón: mis crisis han mejorado mucho.

 

Lo que aprendí

Aprendí que no todo hay que hacerlo solo, por mucho que te sientas solo. Que hay personas y servicios que existen precisamente para ayudarte cuando no puedes con todo. Y que apoyarse en ellos no es rendirse, es tomar impulso.

Hoy, cuando miro el mar desde mi taller y escucho las olas romper contra las rocas negras de Lanzarote, no pienso en lo que dejé. Pienso en lo que recuperé: la capacidad de respirar sin miedo, de volver a crear con mis manos, de sentirme parte de un entorno que me cuida.

No sé cuánto tiempo estaré aquí. Nadie lo sabe. Pero sé que haber tomado esa decisión me salvó la vida. Y eso, aunque cueste, merece todo el esfuerzo del mundo.

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